martes, 5 de agosto de 2014

Recuerdos ajenos: Mi madre



El barco era enorme y la niña muy pequeña.

-Viviremos mejor en Argentina. Es un hermoso país – le dijo su mamá, abrazándola tan fuerte que le hizo doler.
-“Pero… a mí me gusta vivir en Bivona”- pensó la niña… sin decirlo.

Caminó entre las anónimas personas. Tantas personas. Se respiraba un aire cargado de alegría impostada, de ansiedades, de tabaco fuerte y de sal. Siguiendo ese último olor, salió a cubierta. Allí estaba: el cielo confundiéndose con el mar, la inmensidad azul, junto con esa sensación extraña de pérdida, que ella, tan pequeña, no pudo comprender (aún).

Corrió hasta donde estaba su madre para contarle de ese océano sin horizonte, pero en el camino se olvidó de lo que quería decir. La asaltó el recuerdo de una niña mayor que ella, menuda, con quien jugaba cuando iban a visitar a la nonna a Roma.
-Mamma… ¿Y M.?
Su madre le acarició la mejilla, la miró largamente y sin responderle, soltó un sollozo contenido.

El barco era enorme, las preguntas sin respuesta, muchas… y la niña muy pequeña.

- No molestes, Pina. Tu mamma no se siente bien - le dijo su padre, mientras vestía a su hermanito.

Se sentó en el piso, al lado de su cama. Apoyó la mejilla en la frazada áspera que cubría el cuerpo tibio de su mamá. No pudo saber si ella dormía o estaba despierta. Escuchó su respiración irregular y cerró los ojos, percibiendo el levísimo sube y baja del andar del barco. Las imágenes felices la abrazaron: el aroma a pan horneándose que subía de la cocina a su habitación en las mañanas, la frescura del agua de la fuente al final de la calle, el balido de la cabras en el campo cercano, la piedras blancas de la vereda bajo sus pies descalzos, el sol en su cara, la risa de su madre cuando… ¡Claro, eso iba a servir!

-¡Mamma! – exclamó repentinamente olvidando la orden de no molestarla. –¡Juguemos a adornarnos las orejas con cerezas! Ya deben estar maduras…
Su madre entreabrió los ojos con esfuerzo y apenas pudo susurrar: -No hay cerezas aquí, cara mia.

El barco era enorme y la niña muy pequeña.

Por una interminable rampa de madera, bajaron a su madre -tan quieta- en una camilla. Esa fue la última imagen que tuvo de ella.

Parada en esa tierra ajena, aferrada a las manos de su padre y su hermanito, sólo atinó a cerrar fuertemente los ojos. Un perfume fresco, dulzón y rojo, de cerezas maduras, la envolvió, la acarició y se quedó en ella, para cuando hiciera falta…

2 comentarios:

tio Ignacio dijo...

Marce....

Gracias!!.... una memoria.....lagrima en mi rostro.


El hermanito también recuerda....

Mirita dijo...

qué bonito texto, Marce :)